
María Izquierdo












"Ya para qué pinto, si sigo siendo pobre y mis éxitos no me han traído más que sinsabores y decepciones”, María Izquierdo.
María Cenobia Izquierdo. En 1902 nació la mujer que vivió aburrida con su abuela y su tía, beatas, rezanderas, ansiosas de milagros.
No le gustaban las fiestas religiosas, a las que frecuentaban más necesitados que agradecidos, no iba, reprochaba. Cuando fue por primera vez al ciero le cambió la vida, su imaginación se montó en un trapecio y le dio vueltas a la cordura. Su pincel iba de leones, equilibristas y elefantes a caballos pequeñitos y tiernos. Las cámaras fueron su cómplice, de por sí bella, la engrandecían, la volvían majestuosa.
Se casó a los catorce años, con un hombre al que pintaba como un bulto oscuro y al que finalmente dejó. A diferencia de otras cabritas, sí tuvo hijos, fueron tres.
Diego Rivera amó sus obras, las valoró y categorizó como “lo único que vale la pena” y también la condenó a ser envidiada.
Una verdadera mexicana, de raíces mayas. Sedujo a los europeos, mantuvo su cultura. Una mujer de mil funciones, como el circo: diseñadora porque cocía sus vestidos; médico, pues curaba a su familia con hierbas de debajo de la tierra, allá donde nacen las pirámides; ídolo, porque se admiraba y comía de su propia esencia, picante.
Gorda, pequeña, con las piernas torcidas, maquillada con oro, fuego, con la boca más sensual. Fue amante de sí misma y por eso pudo amar. Pintaba el pueblo, las frutas, las hierbas, decoraba tumbas y altares, todo lo hacía ella con color rojo, lava mexicana, nadie la igualaba aunque le alcanzara los talones.
Maria Izquierdo dejó de hacer introspección, gritaba, no callaba. Se mostraba idéntica, tal cual era, sin complejos, sin tapujos. Puso a bailar al pincel y con él a los caballistas, a los leones y hasta al equilibrista, conoció la libertad, hizo su propia libertad.
Se enamoró del cantante y también pintor Rufino Tamayo, hicieron el amor, se lo hicieron a sus pinceles durante cuatro años de pasión y desenfreno, se complementaban, tenían los mismos gustos, recurrían a los mismos temas. Luego el odio ocupó sus telas, se convirtieron en desconocidos. Sus pinturas reflejaron el dolor, la separación con Tamayo, ahora eran tristes, dolorosas y tortuosas.
La intentaron limitar, comenzó a pintar un mural, pero sus amigos Diego Rivera y David Alfaro la detuvieron “tú no pintas murales, María”, se destruye, aniquilan la libertad que tanto le costó. Se le veía caminando chueco, firmando un cheque que recibía agradecida, por haber dado clases durante mucho tiempo.
Se volvió a casar, ahora con el chileno Raúl Uribe. Le dio diplomacia a su pincel con retratos y altares de Dolores. Ya no era su propia sastre, ahora le diseñaban sombreros modernos y tortuosos vestidos, todo en nombre de la moda.
Uribe, vividor, la enseñó a pintar para cobrar. ¡Ya no era para plasmar su esencia mexicanísima! Cambió todo por él, y en cuanto padeció apoplejía, la olvidó, se fue, ya no podía pintar, ya no lo iba a lucrar.
Luego vino una embolia, torpe con el pincel y crucificada con una tela que sostenía su mano, intentaba revivir y sí la Izquierdo fue más fuerte que nunca, revivió con la lava roja, pero finalmente, la cuarta embolia le ganó en 1954. Así se despide María Izquierdo, ahora me despido yo.
Sarita Noreña Ospina